miércoles, 29 de octubre de 2008

Descripción inicialmente orientada a una historia que, por múltiples y generosas causas, no llegó a nacer.

Le di los buenos días a la mañana que acababa de nacer. El cielo estaba completamente claro, de un color celeste que destilaba frescura. Se oía a las golondrinas volver de su largo viaje por África, atraídas por el renovado calor sur europeo, de la mano de una primavera tardía.
Una pequeña nube solitaria apareció de golpe, distraída, perdida en la inmensidad de la cúpula del cielo y, al poco, desapareció igual que había aparecido, sin dejar rastro.
Pasé largo rato apoyado en la madera inferior del marco de la ventana, observando el nuevo día e imaginando los sueños que en estos instantes debían de estar teniendo los que aún dormían. Era un juego que me gustaba. Consistía simplemente en mirar cualquiera de las ventanas de las casas cercanas. Las noches en aquella época del año eran calurosas, así que las persianas estaban subidas, y aunque la mayor parte de las veces tan solo lograba ver una silueta indefinida, esta era suficiente para que mi imaginación volara como un ave nocturna, grácil y sutilmente, describiendo una idea, una imagen que, poco a poco, iba tomando forma y movimiento. Aquella mañana en concreto centré mi imaginación en un niño que dormía plácidamente. ¿En que pensaría? ¿En su futuro? ¿En volver a despertarse para ir a jugar, una mañana más y mientras su niñez durase, a la cala en la que se juntaban los chiquillos de su edad? ¿Y sus padres, que dormían en la habitación contigua? Con un pensamiento fugaz me despedí de mi recientemente conocido amigo y giré mis globos oculares hasta que mi vista quedó libre de las toscas construcciones humanas. En dirección a la infinidad que el sol naciente teñía celeste.
Seguí el cielo con la mirada, de arriba a abajo, hasta el horizonte; un horizonte perfectamente recto que se definía en la lejanía, extendiendo una línea que separaba limpiamente el cielo del mar, como el corte de una espada llevada por una mano experta separa el cuerpo de la cabeza a la velocidad del pensamiento.
Al llegar al horizonte reparé en una gaviota solitaria que volaba sobre el agua, subiendo y bajando con gran soltura y agilidad, precipitándose en picado hacia las olas y remontando el vuelo al roce de sus plumas con la superficie del mediterráneo. Sonreí para mí al ver como, en una de esas operaciones, el ave se remontaba más arriba, llevando consigo un pequeño pez.
Entré de nuevo mi cabeza en la habitación, pero dejé la ventana abierta para que el aire de afuera renovara el de dentro, que estaba viciado de mi respiración de toda la noche. En la habitación no había más respiradero que la pequeña rendija que cabía entre la puerta entornada y su marco de madera mañosamente decorado. Cuando me dispuse a hacer la cama un fuego me recorrió por dentro. Era una sensación extraña, semejante a un éxtasis intenso y efímero, como un orgasmo, que se diluía después como una gota de tinta al tocar el agua, recorriendo todo mi cuerpo. No era la primera vez que lo sentía y aunque no sabía a que se debía, cual era su origen o que lo propiciaba, sabía muy bien lo que significaba. Miré de nuevo la solitaria playa a través de la ventana abierta, le sonreí como si de un conocido se tratara y, dando un fortísimo portazo, salí de la habitación.
Bajé las escaleras saltándolas de dos en dos. Una de ellas crujió debido a mi peso, aumentado por el gran salto que había dado. Apenas hube tocado el suelo con los pies descalzos me puse a correr en dirección a la playa. Crucé por una calle adoquinada, y pasé por en medio de una fila de casas que se encontraban entre el mar y yo, y llegué a la playa. Corriendo a la misma velocidad, sin pararme y sin vacilar di un salto y me abalancé sobre la arena, me revolqué en ella, me levanté, brinqué y me tiré de nuevo. Me explayé. Me despreocupé. Reí desenfadadamente a carcajadas y noté como una alegría me invadió todo el cuerpo, desde el menor de los dedos de los pies, pasando por cada célula, con un hormigueo parecido a un escalofrío eufórico. Mi ritmo cardíaco no solo se aceleró, sino que empezó a latir con el compás de una alegre canción.
Reparé entonces en el mar, en ese mediterráneo que veía de día y con el que soñaba de noche, y su magia me atrajo, como tantas otras veces. Corrí hacia la orilla y, al mojarme apenas las plantas de los pies di un salto digno de un delfín, adentrándome en el agua de cabeza sin apenas salpicar, en esas costas de agua brava en las que, en apenas unos palmos de distancia, la profundidad del agua pasa de no cubrir a hundirse varios metros, dejando tu cuerpo a merced de las olas, que moviéndolo furiosamente eran capaces de hundirlo si así lo deseaban.
El agua estaba muy fría. Tirité durante unos segundos hasta que mi cuerpo se acostumbró a su temperatura. Metí la cabeza dentro del agua unas cuantas veces. Ya con la cabeza fuera y el agua por el cuello me fijé en el contorno de la cala. A ambos lados se adentraba la tierra en el mar con unos acantilados de le lanzaba, cada ciertos años, grandes trozos de roca, desprendiéndolos de su piel y formando así la pared recta e irregular que se avistaba.
Y así podía quedarme yo horas, flotando en el agua, mirando impasible la eterna guerra de los elementos, empezada hace millones de años, y que seguramente no terminará jamás. Era un espectáculo digno de ver y que, por desgracia, pocos llegan a comprender. Pues son pocos aquellos que pueden mirar y ver, y que son capaces de olvidarse del frío del agua para prestar atención a sensaciones que a menuda jamás creyeron que sentirían.
Yo era una de esas personas. A menudo me llamaban loco e incluso estúpido y bobalicón. Sé que no lo dicen en serio. Sé que ellos también quisieran ver lo que he visto y vivir lo que he vivido. Pero es algo tan extenso, la vida, algo tan amplio, tan basto que apenas comprendo una minúscula parte de su verdadero contenido. Los acontecimientos que acontecieron, los días, las horas, los minutos y los segundos, son tan difíciles de comprender… tanto más lo serán de explicar. La historia de la que hablo es larga y compleja. Es por esta razón por la que no voy a contarla por el momento, pues ni siquiera yo he llegado aún a comprender todos los matices. Es una historia que se debe contar tan sólo siendo bien interpretada, sin errores. Es algo que guardo para mí, esperando a que alguien me de la clave para descifrarla. Entonces, y solo entonces, verá la luz. Cuando la hay visto también yo…
Saliendo de mi ensoñamiento fijé la vista en una pequeñísima porción de tierra que sobresalía en el agua. Era una pequeña roca en medio del agua en la que apenas cabía tumbado pero en la que, al adoptar la postura óptima, me sentía cómodo y relajado, en medio de ninguna parte, con tierra a lo lejos, en tres de las cuatro direcciones; al oeste la playa y a norte y sur los acantilados. Me dirigí a esa roca y, al llegar, subí como por una escalera de huecos y salientes bajo el agua, esquivando los erizos marinos. Al llegar arriba me senté con los pies en el agua. El viento soplaba fuertemente al no haber ninguna pared que lo frenase, y me producía frío en la camiseta mojada. El sol, por otro lado había recorrido ya tres cuartas partes de su recorrido y calculé que se pondría en unas horas.
El ruido de un motor me despertó. Tenía la espalda dolorida de haber dormido sobre la roca. Joan, unos de los pescadores, volvía de faenar y viéndome en esa situación se ofreció llevarme en su pequeña barca hasta la playa.Mi estómago empezó a quejarse, ya que no había comido nada en todo el día. Deshice el camino que esa mañana había recorrido velozmente en dirección al mar y llegué a casa. Me di una ducha con la cual se fue la mayor parte del salitre que había llevado pegad al cuerpo durante todo el día. Cené lo primero que encontré en la cocina, cogí una manta y me dirigí a la terraza, donde me quede profundamente dormido observando las estrellas

martes, 28 de octubre de 2008

EL BLUES DEL CALLEJÓN BARCELONÉS

EL BLUES DEL CALLEJÓN BARCELONÉS

El agua apaga al fuego, y al ardor, los años.
Joaquín Sabina



Empezaba a chispear. Unas tímidas gotas de agua resbalaban por la superficie dorada de su saxo que, de repente, dejó de sonar. En el callejón en que se encontraba solo se oía ahora el tamborileo de las gotas de agua al chocar contra el container metálico. Apenas se veía ya nada, y la farola más cercana al lugar en que se encontraba iluminaba tenue e intermitentemente su figura estilizada. Portaba una gabardina negra desgastada y vieja que hacia juego con su cabello azabache pero desentonaba con unas deportivas que en un principio debían haber sido blancas y unos tejanos que precisaban algún remiendo. Despegó muy lentamente la caña de la boca con los ojos cerrados, como si acabara de finalizar un largo y emotivo beso de despedida, y sacó un cigarrillo maltrecho de una cajetilla blanda y arrugada.
Por un instante, el tiempo que tardó en encendérselo, el instrumento reflejó la llama del mechero como una luz interna que se niega a desaparecer. Entre calada y calada echó un ojo a la funda abierta que descansaba en el suelo. Apenas había unas pocas monedas de escaso valor. Cerró la cremallera cuidadosamente y se puso a resguardo de la lluvia, que caía ahora con mucha más intensidad. Una gota resbaló por su mejilla derecha, como una lágrima. Quizá lo era, pero llovía, y el agua de la lluvia considerablemente mayor en volumen que una sola gota, aunque esta signifique tanto como todos los océanos de la tierra. Se sacó un pañuelo del bolsillo y lo dejó caer al suelo.


Desde la calle, a través de la ventana, yo oía de nuevo la triste melodía del saxofón. Recé a Dios para que se apiadara de la oscura alma que inspiraba cada nota, sonando como gritos de dolor, uno tras otro. Pero no pude rezar. El sonido incesante del instrumento me inundaba la mente y me anulaba la razón. Cada sonido que producía se hundía en mi carne y mi alma como un puñal oxidado y sin filo. Cada uno de mis músculos temblaba, y mi pecho empezó a convulsionar levemente. El vaso de café que portaba en la mano derecha se precipitó al suelo, sin forma de que pudiera sostenerlo durante más tiempo, produciendo un estruendo que ignoré. Lo más aprisa que pude, que era poco en aquella situación, me dirigí a la ventana y la cerré propinándole un contundente golpe. Permanecí durante unos minutos con la espalda apoyada contra el frío cristal, esperando que el sonido no lograra traspasarlo. Pero la melodía persistía en mi cabeza. Empecé a sudar. En un intento de tranquilizarme, me concentré de nuevo en el crepitar del fuego, ¡tanto! Pero la melodía no me abandonaba, sino que me atacaba más y más fuerte. ¡Ya no podía soportarla por más tiempo!
No quería hacerlo, lo juro… no fue mi decisión, no fui yo, no al menos conscientemente, quien lo hizo. No quería, pero la endiablada melodía seguía resonando en mi cabeza, como un angustioso aullido, como desquiciantes gritos, uno tras otro, ¡UNO TRAS OTRO! Y temí que siguieran por siempre en mi mente. Uno tras otro…
En un sombrío impulso salí de casa tapándome los oídos con las manos, en un vano intento de hacer callar lo que, sin duda, era la voz del mismísimo Lucifer. Pero no callaba ¡no callaba! Y tenia que callar… ¡como fuera! Corrí calle abajo, acercándome más y más a la fuente de mi mal…

Los dedos del músico callejero bailaban sobre las teclas de su saxofón, que daban la sensación de ser más bien prolongaciones de sus propios dedos. El cantar barítono del instrumento metálico recorría la calle vacía como una serpiente, reptando de un lado a otro. El saxofonista lo hizo callar… Demasiado tarde. Yo ya estaba demasiado cerca, ¡demasiado cerca! Y a mi juicio la maldita música seguía aún sonando, fruto sin duda de un malintencionado hechizo de brujería de la más oscura que haber pudiera.
Antes de que el músico tuviera tiempo de reaccionar de cualquier forma, mis manos estaban ya cerradas alrededor de su cuello, y lo oprimían más fuertemente a medida que avanzaban los pocos segundos en que llevé a cabo tan horrible tarea. Intentó resistirse; no lo logró. Intento gritar; no pudo. Intento huir, correr; no lo consiguió. Lentamente sus brazos dejaron de moverse y cayeron por acción de la gravedad, balanceándose desde el hombro como el péndulo de un reloj de cuco. Sus ojos, de un verde intenso y luminoso, enrojecieron a causa del estrangulamiento, y su tez rosada tomó un tono azulenco. Lo solté y su cuerpo cayó pesadamente al suelo. Sonreí para mí y una alegría, un éxtasis intenso, recorrió todo mi cuerpo, cada célula, transportada por la sangre misma que se detuvo en lo que era ya el cadáver de lo que había sido un chico cualquiera, víctima, como se dice, de estar en mal sitio, y en mal momento.

Pero no… yo lo creí así durante un corto período de tiempo… mas me equivocaba. El diablo no ha callado aún y la melodía no cesa… ¡aún hoy no cesa! Y me acompaña a donde quiera que vaya, me espera y me sigue, me susurra al oído y se introduce en mis pesadillas. Hace tanto tiempo… dicen que es el remordimiento, que ya poco o nada tiene que ver con la melodía en sí, pero sé que mienten, sé que encubren, que son demonios en la tierra, enviados por el ángel del mal.
Y por eso, para cumplir la misión divina que se me ha encomendado,… deberán morir a mis manos.



Según dicen, poco tiempo después de esos desgraciados acontecimientos, el autor de estos escabrosos hechos, acabó por morir de viejo, entre fantasías, tarareando siempre la melodía, escuchándola, hundiéndose en su propia pesadilla. Cuentan también que el hombre logró escapar, que mató a todos los policías y médicos del centro en el que estaba recluido, que después escapó, y finalmente acabó su “misión divina”. Otros dicen que se suicidó en un momento de lucidez, arrepentido de sus actos.
Lo que es verdaderamente cierto es que se encontró la partitura que el muchacho estaba tocando, al parecer escrita por él mismo, y que resultó no ser en absoluto extraordinaria, ya que fue examinada por expertos músicos y tocada en público varias veces, en la misma calle en que murió trágicamente, en recuerdo del joven. Así el caso quedó zanjado, atribuyendo al hombre un avanzado estado de esquizofrenia, y encerrándolo de por vida en un centro psiquiátrico.
Pero, aún hoy, el saxofón del chico, el que brillaba con una luz como si le fuera propia, como si llevara dentro ese brillo desde mucho tiempo atrás… sigue sin aparecer.

Historias cortas I
Pol Roca

L`últim cafè de Barcelona(tit.original)/// L'art o la destrucció. (escolliu vosaltres el títol plis que no em decideixo)

<<(...)jeia a terra de quatre grapes sens poder contenir les llàgrimes que li relliscàven per la cara i es precipitaven a un buit efímer que acabava on la gravetat les feia impactar contra el terra.>> Espero que disfruteu aquest relat tant com jo he gaudit escrivint-lo. Pol Roca.




L’interior era il.luminat amb uns mandrosos rajos del sol que preníen les tonalitats vermelles i groguenques del vitrall que travessàven, virtuosament decorat amb unes gotetes de vidre deformades gaciosament, entortolligades les unes amb les altres com en una gran vacanal de llum, colors i música. La porta; de ferro forjat treballat toscament sobre un esquelet de fusta de faig envellit, possible residència d’alguns inquilins que l’amo havía refusat fer fora temps enrere, i un pom d'argent subtil i fals. Un olor de fums d’incens i tabac. Una decoració cuidada d’estil modernista, en la que no hi faltaven les làmpades antigues, pintades de nou amb la intenció de crear la falsa sensació de pertànyer a una època passada; les cadires velles, les taules velles i les velles fotografíes en blanc i negre penjades de les parets donàven a l’últim cafè de Barcelona la calidesa i l’encant que mereixía. A punta i punta de cada taula combersaven els últims filòsofs amb els últims artístes, i els últims dramaturgs amb els últims poetes. Ses paraules fluïen com ja no es recorda, entre rius de pensamen i vapor d'absenta, amb un sentit tant clar a vegades com retòric altres. Hom parlava sens intermediaris, de tú a tú, a vostè. Al vell mig de cada grup de dialogants, sobre la taula, com escoltant atenta la combersa, hi dormía una espelma que, en encendre’s, il.luminava els seus rostres amb una llum serena i nerviosa, somniadora, intranquila.
Jo seia sól, com tantes altres tardes, entre bohemis i autors en disciplines diverses. Seia i escoltava.
Tal día com avui, la porta s’obrí sense més misteri que el d’un home que entrà al poc de començar a empenyer-la. Era un home de mitjana edat amb ulleres de montura negra i uns cabells que li esqueien en el conjunt de la seva figura, o més bé li feien a ells les ulleres, tots arremolinats i a la llum directa un poc greixossos. El novingut caminà amb diligència i sense rumb fins topar amb la meva taula, llavors em mirà. Tenía uns ulls foscos en els que la llum es perdía en un forat negre de massa infinita i profunditat incerta, de sabiesa adquirida al llarg d’anys d’estar-se pel cafè, que era en aquell temps l’únic lloc on es reunía la cultura de l’època i d’anteriors. Els últims museus que quedaven sense expliar es trovàben lluny d’Europa, als estats confederets de l'Amèrica del sud, que en els últims anys havía esdevingut una gran potència des de la caiguda del "Vigia d'occident". L’antic continent s’enfonsava en la seva pròpia merda, cultivada al llarg dels segles amb una cultura mancada d’espiritualitat. París, Barcelona, Berlín, Londres, Roma... Les capitals del món industrial queien i cremàven. Tansols el cafè resistía encara el setje de la ignorància, la trivialitat i el materialisme.
I en aquell cafè seia jo, i un home que caminava cap a mí s’havía aturat i m’havía mirat als ulls. Potser trobà que assentía amb la mirada, perque just davant de mí, es a dir, després de la taula i sobre la cadira, s’asseguè. Encara que no va semblar molest, estic segur de que la meva mirada interrogant devía d’estar fent-l’ho dubtar de la seva pròpia existència en el món, pero ell, mirant les mans amb que liava un cigarret perfectament recte, m’ignorà llarga estona fins que, havent acabat la feina, es se’l portà a la boca, l’encené i em mirà de nou. Em cridà l’atenció la seva cara; em sonava d’alguna cosa. Instintivament vaig girar el cap a la meva esquerra, on compartíen l’espai una finestra a un parell de metrés enllá i una paret núa, tacada només d’unes fotografíes enmarcades amb una guarnició austera. D’entre elles vaig fixar la vista en la que el meu inconscient s’havía avançat a mostrar-me. La persona que hi era retratada era la mateixa que seia davant meu; a sota signava en lletra pràcticament illegible:

Qui va fer-se casa del teu refugi, amb amor.
Quinté S.

Vaig reconeixer-l’ho immdiatament. Era l’autor d’algunes de les obres més importants de la literatura postcontemporania (o d’exili agut, com era coneguda col.loquialment) Havía llegit força la seva antología poètica i les seves novel.les més destacades, i em semblava una bona forma de començar una combersa preguntar-l’hi per la seva identitat (recurs tant recurren com estúpit) i la inspiració de les seves obres. Vaig carraspejar dèvilment mentres ell fullejava un diari en una llengua estranjera que portava a la portada unes impactants fotografíes de manifestacións violentes. El titular resava: "Intensa nokto en laj stratoj londinanoj kaj madridaninoj; estas dudek kvar earestitoj." Vaig entendre que els fets havíen succeït a Londres i Madrid, la resta va ser un misteri. De sobte vaig tornar a la realitat.
- Perdona, la teva cara em sona. T’assembles a Quinté...- Llavors vaig esperar una reposta que no em fou donada fins que l’home del meu davant, al que fingía reconèixer però no reconèixer del tot, o, si més no, creure’m-ho, va acabar de llegir el que devía ser una notícia molt interessant.
- El sóc. – Home concís i de poques paraules; definició del senyor Quinté. Vaig dcidir tirar-me a la piscina i estirar ses paraules fins arribar a un intercambi de comunicació com calia.
Eren dos quarts de deu quan vàrem sortir per la porta del local havent parlat tota la tarda. Vam quedar per a la tarda del día següent, que prometía interessant. El tal Quinté, el nom del qual n’estarán cansats de sentir els qui llegeixin aquesta història, no era un home com me l’havía imaginat, sino una ment brillant que no pretén contenir la veritat absoluta i indiscutible oberta a totes les idees del món. La seva ideología era un collage d’idees modernes, antigues, i pròpies d’ell. No hi havía cap corrent filosòfic que passés per davant seu sense que o bé el rebatís o bé n’absorvís una part. Era impossible no admirar el seu temple i la seva capacitat de comprensió amb tot tipus d’idees de les més diverses. Em moría de ganes de que arribés la tarda de l’endemà...

L’admirable senyor Quinté jeia a terra de quatre grapes sens poder contenir les llàgrimes que li relliscàven per la cara i es precipitaven a un buit efímer que acabava on la gravetat les feia impactar contra el terra. El seu roste era il.luminat per la llum vermella de les flames que devoràven el cafè. A la façana principal hi havíen pintades unes frases gramaticalment incorrectes i de tant poc gust i estil que no valen la pena d’èsser mentades en aquest relat. Un dels clients havituals pintava l’escena amb acuarel.la. Una imatge per l’eternitat, l’art inspirat en la destrucció de l’art, la ironía de la vida, la paradoxa genial de les ments voladores dels homes i les dones lliures. El foc representat en pigments diluïts en aigua. La genialitat d’un mestre que admirava com les flames consumíen la sala on s’hi amagava l’últim refugi de les arts de la ciutat comptal, l’últim cafè de Barcelona.

Pol Roca; 2007

El reino de los hombres azules

“Las dunas cambian con el viento, pero el desierto sigue siendo el mismo.”
Paulo Coello; El Alquimista

El reino de los hombres azules
(primera parte)

No se el tiempo exacto que había transcurrido desde entonces. Ignoro cuánto rato hacía que caminaba por entre las dunas de arena, luchando contra el viento y el cansancio que pretendían tumbarme, gimiendo en silencio y oprimiendo un corte profundo que dibujaba una línea transversal en mi brazo derecho, del que la no cesaba de brotar sangre; frenando el impulso suicida que me llevaba el cuchillo de mano al cuello para que acabara con todo.

Dídac intentaba en vano respirar con normalidad. Le dolía el pecho y cada aspiración era ahora una lucha física contra el dolor, al negarse sus pulmones a llenarse de aire y sus músculos a responder con normalidad. Toda su atención, escasa en esos momentos, se centró entonces en esa tarea, no si dejar de aguzar aún más, si era posible, los sentidos del oído y la vista, ambos, temía, inservibles en la noche del desierto.
El pulso le oprimía las sienes y las golpeaba rítmicamente con el latir del corazón, lo que le producía jaqueca. Los oídos le silbaban y el intento de continuar dilatando sus pupilas, superando estas su grado máximo de expansión, le producía unos dolorosos pinchazos en los ojos. Los músculos de sus piernas se movían con descoordinación, dificultad y torpeza debido al agarrotamiento, y tal era su sed que de buena gana hubiera dado su brazo derecho por una cantimplora de agua fresca. Sus ropas se presentaban andrajosas, y el polvo que levantaban sus pies, al arrastrarse pesadamente por la superficie del terreno, se pegaba a la empapada camiseta, tomando una textura lodosa que cubría el tejido. Sentía dolor en tantos sitios que a penas podía percibir ya de donde provenía. Lo único que le importaba, lo primordial, era que no podía parar de andar. Por nada en el mundo debía dejar de andar. Eso era lo único que debía permanecer en su mente saturada de pensamientos; todo lo demás requería ser expulsado.
Sin embargo, frente a este intento de concentración en su realidad más inmediata y crucial, se alzaba la de un recuerdo cercano y doloroso. Intentaba no pensar en ello y centrar de nuevo su actividad cerebral en salvar la vida ganando aquella sádica carrera a contrarreloj. A fin de cuentas no le serviría de nada lamentarse, y la idea de morir de sed en el desierto no le resultaba atractiva. No sabía muy bien que esperaba encontrar caminando, pero cualquier cosa era mejor que el basto desierto, incluso la muerte, que sería seguramente más rápida y menos dolorosa en cualquier otro lugar.

Dídac tropezó con algo duro, se torció el tobillo y cayó de bruces al suelo. Divagando por sus pensamientos no había advertido un afinado saliente de roca a sus pies. La arena se le colaba por doquier como si de un denso líquido se tratara. Lentamente se incorporó. Distinguió, en el lugar donde había apoyado el brazo derecho, una pequeña mancha de sangre. La herida no se había cerrado del todo, y su estado empezaba a ser preocupante; Había tomado un tono terroso y un aspecto muy feo que resaltaba el anillo blanco de piel muerta que se había formado alrededor de la herida, posiblemente debido a la carencia de riego sanguíneo. Se levantó y reemprendió su camino bajo las estrellas que, desde su punto de vista, parecían mofarse de su fatalidad. La luna llena iluminaba el paisaje, un desierto hermoso que se expandía como el pensamiento, con unas dunas que se movían al viento como las olas del mar. Siguió caminando mientras recordaba fugazmente su mediterráneo; aquel que viera desde su mas tierna infancia, sobre la roca en que rompían las olas bravas, en su pueblo natal.

Hubiera muerto… Los hechos que iniciaran su penosa marcha por el desierto se repetían en su realidad como si ocurrieran en ese mismo instante, pues tan claros los veía como los había visto en lo que percibía, erróneamente, antaño. Lentamente un pesimismo benévolo lo fue serenando. Al fin y al cabo estaba en una situación en que la muerte se presentaba tan próxima que poca era la diferencia entre estar muerto o estarlo, como sabía, muy pronto. A sí que en definitiva, antes o después, compartiría nicho con sus compañeros, a más de un plus de sufrimiento, castigo divino, como diría su santa madre o la del papa de Roma mismo, por su cobardía, que aunque justificada, evidenciaba poco heroica. Y ahora veía como un inmenso camposanto de sílice blanco y granulado, bañado por la armoniosa luz de la luna, moviéndose al son del viento creando formas vagas e indefinidas, se extendía igual que un océano infinito, perdiéndose en un horizonte circular.
Con un difuso y luengo camino y pocas horas para recorrerlo, se encerró en una sola idea: sobrevivir, sin plantearse el porqué.
. . .
Seguí caminando largo rato, diría que varias horas, esforzándome en no caer vencido por el cansancio, la angustia y el miedo. Estaba agotado física y psicológicamente. Caminaba sin rumbo y empezaba a percibir que sin esperanza. Soñaba con un oasis imaginario mientras me arrastraba por las dunas, y temía al paso del tiempo que traería, inalterablemente, como cada día desde que se formara la tierra, al astro alrededor del que giraba, con su séquito de rayos de calor y luz insufribles, que aumentarían la agonía del camino a la muerte. Lentamente se fue levantando un viento que se llevaba la arena, que se precipitaba contra mí, produciéndome una ligera molestia al principio y pequeñas heridas después, que me escocían en la cara y los brazos. Mi aspecto era deplorable, aunque no importante.

El cielo era un manto estrellado en el que se distinguía un reflejo azulenco que producía la luz que la luna irradiaba. Era la luna más hermosa que había visto, y el desierto llenaba esa belleza de intriga y misterio. En otra situación se habría sentado en la arena, habría sacado su bloc de notas y habría compuesto versos, formado poesías, una tras otra, hasta el amanecer.
Cayó al suelo.
Tumbado en la arena, la deshidratación y el cansancio actuaban como un potente narcótico. Una vez había escuchado el nombre que a este fenómeno daban los hombres del desierto, una palabra que definía el estado de trance y las alucinaciones que en esta se vivían. Como muchas de las palabras que había aprendido durante esos meses, la había olvidado. Sus ojos se cerraron involuntariamente. Su pecho empezó a convulsionar levemente…
Estaba en el desierto, escondido tras una duna recientemente formada. Unos hombres habían alcanzado al grupo. Vestían unos ropajes de azur intenso y hermoso teñido sobre unas telas finas que parecían de seda y se enrollaban alrededor de sus cuerpos cubriéndolos, protegiéndolos de los implacables rayos del sol. Me fijé en el que quedaba más cerca de mí. Tan solo los ojos quedaban al descubierto en esa figura espectral; unos ojos sin expresión, fríos en todos los casos, penetrantes. Rodearon al grupo en una formación rígida y ensayada y al unísono desenvainaron ocho espadas cortas y curvadas como cometas abombadas por la tramontana. Ocho espadas relucientes como el sol que las vio forjar, protectoras de su reino de fuego, despachadoras de intrusos y non gratos en donde la ley es la que dicta la cimitarra. El grupo se reunió en el centro del círculo en busca de la falsa sensación de protección que da el contacto humano. Uno de ellos, el que quedaba a la derecha según mi visión, dijo algo en un idioma que desconocía. El intérprete del grupo habló, mas sus palabras no parecieron convencerlos. Con una señal del que no me percaté el que había hablado, y ahora permanecía callado, dio la orden, y sin bajar de sus monturas, sin dudar y sin alterarse siquiera, los jinetes dieron cuenta del grupo…
Dídac despertó sobresaltado. Aún era de noche, aunque intuía que a esta le quedaban a penas unos minutos de vida. Estaba chorreando y tenía la boca seca. Recordó la cimitarra, el brazo que la blandía y la cabeza de Aarón separada de su cuello. Respiraba entrecortadamente y el corazón parecía intentar salírsele por la boca. Recordó la arena teñida de rojo, la pasta que había formado la mezcla de arena y sangre, los gritos, el horror. Recordó a Julia corriendo, que el caballo era más rápido y esa angustia de ver a cámara lenta como la distancia entre los dos se acortaba. Revivió su muerte y la de todos los demás. A Joaquín abierto en canal, recogiendo sus propios intestinos, recogiéndolos de la arena… agachado cuando le asestaron el golpe de gracia.
Dídac tuvo una arcada. Se agachó para vomitar, pero no tenía nada que arrojar. El estómago se le contrajo nuevamente y volvió a intentarlo tres o cuatro veces más. Notó un sabor repulsivo y un líquido amarillento le cayó de la boca como saliva espesa. Tenía los ojos rojos y llorosos. Exhausto, se dejó caer de nuevo sobre la arena con la boca abierta y los ojos desorbitados. Los primeros rayos solares asomaron por encima de las dunas. Gimió y expiró un aliento. Una lágrima le resbaló por la cara. A esta le siguieron otras muchas. Esta vez las creaba la desesperación. El cansancio, el hambre y el dolor se habían unido en una sola cosa.
Tardó horas en reponerse y levantarse para proseguir su camino. Un camino que lo llevaba a ninguna parte, o al menos, a ningún lugar conocido. El sol comenzaba a elevarse, y Dídac iba tomando un aspecto cada vez más penoso. Ahora caminaba con la boca abierta y la vista fija en el infinito. Se alegró de que no hubiera nadie para verlo en ese estado, y maldijo a los jinetes por no haber acabado con su vida como lo habían hecho con la de todos los demás, y se maldijo a sí mismo por no haberles plantado cara, por no haber muerto como un héroe, enfrentándose a ellos, y tener perecer ahora como un perro vagabundo y sediento.
El sol seguía subiendo sin tregua, escalando en la cúpula celeste y descargando toda su ira sobre la tierra en la que se encontraba. La belleza del desierto era tal que parecía querer burlarse de él. En la arena se distinguían efímeros reflejos que daban la impresión de ser diamantes sembrados descuidadamente sobre las dunas.
La herida del brazo ya no sangraba. Dídac ignoraba si eso era buena o mala señal, pero al menos ahora no tenía que agarrárselo para cortar la hemorragia, y podía usar su brazo izquierdo para darse impulso, moviéndolo hacia delante y hacia atrás al ritmo de sus pasos. Aunque en realidad había algo que lo preocupaba: Había perdido mucha sangre. Sin embargo siguió caminando.

. . .

Jamás hubiera imaginado que sentiría alivio cuando escuchara ese sonido. Podía haber sentido miedo, horror, cólera… pero sólo sentí un profundo y sincero desahogo que emanaba de lo más hondo de mi corazón. Como por efecto de un embrujo, mi pierna derecha quedo clavada al suelo arenoso. Temía moverse, y no debía hacerlo, porque eso supondría la muerte. Este hecho, al menos, me rebeló el lugar intuitivo donde acabaría mi peculiar odisea. No debían faltar más de unas pocas horas para llegar a la frontera con Marruecos. Me encontraba en un territorio minado, irónicamente, por mi país, con el objetivo de proteger al pueblo al que yo había ido a ayudar. Me alegré mucho, es más, me inundó de repente un éxtasis sublime que me produjo una risa que no podía frenar, algo que era más fuerte que mi autocontrol. ¡Mi muerte sonaría a chiste! Yo siempre había gozado de un excelente sentido del humor, y ciertamente no me hubiera gustado morir de algo tan aburrido como un cáncer. Esto era mucho mejor ¡era para partirse en dos de la puta risa! Pero con el silencio del desierto llegó el desasosiego. Una profunda zozobra que me llevó de nuevo a donde debía estar: a la realidad más podidamente macabra y cruel, a una inminente muerte prematura, posiblemente dolorosa en el caso de que la mina estuviera en mal estado o mal colocada. La cordura me encerró de nuevo en el presente, y este se presentaba lánguido y con pocas cosas que hacer hasta que mis piernas, que empezaban a flojear, cayeran al fin, desligándome de toda existencia terrenal.
Durante todo ese tiempo rememoré los hechos que me habían llevado a aquella situación.
Los jinetes habían aparecido tan de repente que ningún ojo, humano o animal, hubiera podido predecir su llegada. El desierto había escupido sus cuerpos de la arena y ellos, veloces como el viento habían segado las vidas que habían encontrado por el camino, cargando contra el grupo que no pudo sino ver como se acercaba su fin, vestido de azul; un azul hermoso y elegante, con espadas curvas de plata y carmín.
El ser humano está preparado para sobrevivir a los demás, porque la vida es una competición y quien muere pierde, por mil razones validas o tan solo por instinto. Porque Dios nos creó así o la evolución encontró en el miedo una garantía de supervivencia, gané yo a todos los demás, y perdí más tarde frente al desierto imperturbable y el sol ardiente, que son una sola cosa.

Los siguientes cuarenta y siete minutos, pues mi reloj aún funcionaba perfectamente y no le quitaba ojo, las pasé de pie, sin mover un músculo y pensando en lo estúpido que había sido por salir de mi casa con aire acondicionado, apuntarme a esa estúpida oenegé y viajar a este país con la vana promesa de ayudar, con la idea de que nuestra estancia aquí serviría de algo. Me extrañé interiormente de no haber caído ya, y entonces recordé un reportaje de la National Geografic en el que se aseguraba que el cuerpo humano era capaz de resistir increíblemente en situaciones de riesgo o ante la muerte segregando no se que sustancias… sería capaz de aguantar días… Me prometí a mí mismo que si cuando hubieran pasado una hora seguía en la misma situación, simplemente levantaría el pié. Esta promesa no la hice sino porque me asustaba levantarlo en ese instante, pero fue una promesa tan firme, que me dio miedo la poca importancia que en ese momento tenían la muerte y la vida para mí.

El sol iba declinando ya, y yo llevaba treinta y seis minutos de pie, sereno pero agotado, tranquilo pero sin esperanza. Sospeché que mi temple se debía a la seguridad de mi muerte, a la que entonces percibía inminente. Bueno, ya nada importaba, ya no sentía el dolor, ni el hambre, ni el calor. Solo un poco de sed… supuse que esta ausencia de sensaciones se debía a que mi vida ya se iba acabando. Dicen que cuando un enfermo está a punto de morir, cuando en apenas unos segundos su corazón dejará de latir, cuando lo saben y lo esperan sin rencor, siente un inmenso placer. Es el último regalo que Dios hace a sus criaturas antes de llevarlas consigo. Nunca he sido creyente, pero en estos momentos es gratificante pensar y creer que hay alguien que te acogerá en su reino de felicidad cuando todo aya acabado. Solo esperaba que en ese reino hubiera tabaco, porque en ese momento un cigarrillo me habría alegrado infinitamente más que todo un manantial de agua potable.
Cuando hacía exactamente cincuenta y tres minutos que esperaba inmóvil lo inevitable, descubrí en el cielo, azul y sin nubes, la figura de algo que no debiera estar allí. Ese algo se colocó encima de mí y empezó a descender. Rápidamente la mancha negra del cielo fue tomando forma: era un helicóptero del ejército español y me había visto. Debían haber recibido la noticia de que un grupo de diez civiles, pues eso éramos para ellos, habían sido atacados. Miré mi reloj. Mi rostro permaneció inexpresivo. Cincuenta y seis minutos y el helicóptero aterrizó. Dos minutos después vi cómo salían de él dos personas que corrían hacia mí. Una chica se acerco a prisa a donde yo estaba. Era preciosa. Tenía los ojos verde miel más bellos que jamás había visto, y su pelo rubio brillaba más que el sol. Se acercó precavidamente y me preguntó algo que no entendí. Tan solo respondí una frase: “Cuidado con la mina.” Levanté una ceja y le sonreí. Ella me devolvió la sonrisa, aunque esta aparecía teñida de lástima. Todo ocurrió muy deprisa…
- Tranquilo, tenemos el equipo para desactivarla.- su rostro era blanco como la luna y sus gestos eran suaves como los vientos que mueven las arenas del desierto. Intentó tranquilizarme con unas palabras suaves y esperanzadoras. Pero yo no estaba ya inquieto. Me miró. Unos preciosos ojos verde aceituna se clavaron en los míos. Su mirada era serena y firme, y sus entrecerradas pestañas delataban su profesionalidad. Debía de haber hecho aquello muchas veces.
- No te molestes.- le dije. Su mirada, que volvió a encontrarse con la mía, me transmitió sin falta alguna de palabras, lo que sin duda se estaba preguntando. Sus labios se comenzaron a mover, preparados para sincronizarse con su lengua y su aparato respiratorio y pronunciar en voz alta lo que me habían dicho ya sus ojos. Levanté un poco la voz tanto para cortar lo que ella iba a decir como para que me escuchase sin confusión posible.
- Ya ha pasado una hora, es demasiado tarde. Os agradezco, sin embargo que hayáis venido en nuestra busca y ayuda. Te diré también, pues quisiera resultar y sentirme útil por última vez, quizás por primera, pues para esto vine aquí, que no queda nadie más con vida, es decir, cero supervivientes.- Lentamente giré mi muñeca izquierda mostrándole el maltrecho reloj que portaba en ella. Miró sin comprender y debió pensar, mas no la culpo a sapientes de que yo hubiera pensado igual en una situación parecida, que los rayos solares me habían afectado a la cabeza. No pude decir nada más, pues cualquier cosa que decir pudiera, como sabía tan bien, no haría para bien más que para mal, mostrando cuán trastornado estaba tal vez por lo que había visto. A fin de cuentas no es lo más común visionar en vivo y en directo una matanza del calibre y la belleza, si se me permite decirlo, y así se hará pues nada hay que se pueda prohibir un muerto, de la que yo vi. También sangrienta, oh si, sangrienta como pocas, como pocas pocas, pero en la sangre, como en todo, está presente el arte. Y unas manos como aquellas lo habían conseguido hecho brillar con todo su esplendor. Mientras me sonreía, no sé muy bien porqué, es decir, porqué reía, fui levantando el pié mientras contemplaba el sol del desierto africano con la mirada cómplice, pues muchas cosas habíamos vivido juntos, y una sonrisa radiante reflejada en mi rostro.
<- Aunque al ajedrez, amigo mío, compañero a la par que creador de las fatigas y sufrimientos de mi marcha, te hubiera pegado una paliza.->>

Pol i Roca, invierno 2007

QUIMERA; (pendiente de revisión, decidme algo, a ver que se puede mejorar)

>>ATENCIÓN: Leer éste párrafo DESPUÉS de la narración, ya que contiene información acerca del final de la historia.<<----Esta obra fue en principio una idea orientada hacia una obra de teatro en tres actos. Pese a que la narración contigua a esta breve introducción presente una línea temporal seguida, no fué así en un principio. En los primeros borradores de la obra de teatro, la primera escena del primer acto sucedía en la habitación de Eduardo una vez éste había matado a su hermana. En esa escena aparece el espectro, y Eduardo, el cual creía haber acabado con éste, monta en cólera. Entonces el espectro le revela la razón por la cual no ha desaparecido. En éste punto de pasa al segundo acto, que es en sí mismo un flaixback del primero. En éste tiene lugar el grueso de la trama finalizando con el asesinato de la hermana del protagonista. El tercer acto, que es, al igual que el primero, de una sola escena, consiste en el suicidio de Eduardo y la final desaparición del espectro. ¡¡Gracias por escucharme!! Disfrutad de la obra.
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Todo en la estancia era oscuridad, y en ella tan solo se distinguía la figura de un ser acurrucado en la esquina sobre la cama, apoyado contra la pared. Nada salvo sus enormes ojos abiertos, mirando la nada, viéndolo todo, escudriñando estáticos los recodos más escondidos de la estancia, delataban en la figura deforme la presencia de vida. El cuerpo a tientas se veía inerte. De entre las sombras distinguióse una más oscura que la simple ausencia de luz. Clavó en mí su mirada. -Servidor.- Sus ojos parecieron entonces salírsele de la cara. Empalideció su rostro, y su voz debió turbarse, mas no habló, no aún; aunque a pesar de ello decía más con su silencio que todas las lenguas del mundo, y todas las gargantas… Sutilmente incliné a la izquierda el cráneo, sin más que la costumbre, quizás un tic adquirido en que no reparo. Hizo él entonces ademán de retroceder, mas no podía, aunque deseaba atravesar la pared. Debió ver en mi gesto cortés uno amenazante, en mi infinita cordialidad un peligro. No lo pretendía… de hacerlo lo habría logrado, si, habría atravesado la pared.
Aunque a él ya lo iba conociendo, su hábitat y familiares me eran aún incógnitos ¡Que sorpresa al descubrirle una homónima al chico, hija de sus padres, nieta de sus abuelos! Y tan pequeñita y tierna, y tanto se le ve quererla… No pude sino morderme el labio inferior y derramar una lagrimita sentimental. A su alrededor una negra tarde de otoño se tornaba la más bella mañana primaveral y un racimo de fruta pasada un ramo de rosas rojas. Y qué de gestos protectores de su hermano mayor hacia ella, qué devoción… ¿Es mía la culpa? ¿No es un manjar exquisito servido en bandeja de plata? ¿Quién soy yo para decir que no a tan agradable sorpresa?
En el momento en que estaba yo plácidamente rememorando el gozo con que conocí la condición de mi chico como hermano mayor, entró en la habitación la culpable de ése estado y, con su faldita de pitiminí moviéndose graciosamente y sus dos coletitas. Al parecer esta deseaba que su hermanito la acompañara a algún lugar. Con un gesto de amable magnificencia, y gran educación, le transmití sin palabras al chico un amable “detrás de ti”.


No sabría ser exacto, pero largo tiempo hacía que atormentaba al pobre chico sin quererlo, lo juro. Tan solo disfrutaba de su compañía, aunque parecía el único deseador de ella.
El chico estaba verdaderamente degradado; sus mejillas sonrosadas eran ahora de un mármol blanco que hacía juego con su pelo de muerto en el que incluso se descubrían algunas canas. Su cabeza se balanceaba siempre al andar como un barco a la deriva zarandeado por un mar tempestuoso, y su garganta no producía sonidos desde el día en que me vio en su cuarto.
Empezaba a pensar que este cambio podía ser en parte por mi causa, aunque ello no me preocupaba. La verdad es que mi diversión pasaba por ese estado de semidesesperación con el que demostraría o no su valía. Era el plan justo que los dioses le habían preparado al chico ¿quién mejor que yo para llevarlo a cabo? Por eso nos encontrábamos ambos en esta situación, como podrían encontrarse otros dos cualesquiera que existan o no, según la percepción de cada cual, o su manera de ver.
Podría decirse que el chico era un elegido; la verdad más justa es decir que el elegido era yo, y él era sólo una pobre cobaya que había tenido la mala suerte de nacer. Oh, si, yo me divertía, me divertía ingentemente, pero todo ello pasaba por el cumplimiento de la misión que tenía asignada, claro que sí. Hubiera querido que ella no supusiera tan insufrible castigo para el chico, mas, ¿quién soy yo para decir qué es y qué no es justo? Todos en este mundo y en otros muchos debemos hacer lo que tenemos que hacer. Esta máxima es universal e inamovible.


La habitación, con las cortinas corridas y las persianas medio bajadas, se presentaba oscura en todo su contenido. Sobre el escritorio, desordenados, yacían varios papeles, algunos con lo que parecían estudios anatómicos de algo que parecía casi en su totalidad humano y otros con unos párrafos que no creí necesario leer. Al lado opuesto de la puerta, a la izquierda, una estantería de madera lacada en amarillo pálido repleta de libros, a la derecha, esquinada, una cama juvenil con las sábanas revueltas. Sobre ellas en posición prácticamente fetal el crío, balanceándose alante y atrás con la vista perdida, murmurando palabras indescifrables.
Entro en escena y su mirada se postra en mi semblante sereno, se encoje y tiembla. No muestro sentimiento alguno, al caso no tengo. Tampoco hablo, como no he hablado hasta ahora delante del chico. Le miro. Se encoje más. Reúne fuerzas y al fin produce el primer sonido en varios días.


El chico me ha hablado, me ha hablado y me ha preguntado el porqué. Me lo ha preguntado como si lo hubiera, dando por hecho que todo en ésta vida tiene un porqué. Estúpido chico, no hay porqués. No hay en el mundo razones, ni sinrazones, ni mentira, ni verdad. Somos –si, también yo- fruto del capricho aleatorio de algo que, a falta de otro nombre, llamamos destino. Tan solo una pieza en un ajedrez gigante cuyas piezas mueven seres más grandes, sabios y cerdos que nosotros. El pobre chico es un peón, yo poco lo disto, al caso debo ser un alfil, ¡qué importa?
La metáfora parece no haber convencido al chico en demasía, y le he dicho, -si, le he dicho- que no es eso lo que quiere saber, (porque ciertamente no lo era). Lo que él quería saber, lo que quería saber el chico, era simplemente la forma en que podía reemprender su vida de peón, su vida de falsedad, ficción, quimera. Su vida humana. Al principio he dudado, si... he vacilado tan solo un instante antes de responder, ¿sabéis?, porque no estaba del todo seguro de querer deshacerme tan rápidamente del chico. Pero, tanto como a los seres humanos, la curiosidad me puede. Quería saber qué es lo que haría el chico si le ponía una prueba de valor. En sí, la prueba contradice con su desenlace la razón misma de la prueba. Mi planteamiento es el siguiente: ¿Vale la pena una vida de sufrimiento? ¿Una muerte dulce? No quiero que caigan en falsedad mis palabras, así que las reproduciré fielmente. Rezaba así: “Si lo que quieres es deshacerte de mí, a la postre el ser que más odias, deberás deshacerte a la par del que más amas” ¿No es genial? Un dilema macabro, pensaréis. Pero así el equilibrio del universo no se verá roto por los experimentos banales de un alma en pena. Pues os narraré lo que a continuación aconteció...



El espectro observaba la escena desde una esquina en la estancia. Su rostro no mostraba emoción alguna, pudiera creerse de éste hecho de porcelana nacarada, fría como el hielo, disfrazando un alma amarga como hiel. El canario dormitaba balanceándose en el gracioso columpio instalado en su jaula. En los cristales de las ventanas se oía el repicar insistente de las gotas de lluvia que, furiosas, atacaban la fachada del edificio. El cielo estaba oscuro, la noche se abría paso promiscuamente en la tarde otoñal. Las calles desérticas presentaban un aspecto fantasmal, y las pocas almas que por ellas deambulaban penosamente no hubieran llegado jamás a imaginar el crimen feroz que cerca de ellos, de sus casas, sus trabajos, sus vidas y seres queridos acababa de acontecer. En el comedor del sexto piso del edificio cuarenta y nueve un chiquillo que a penas si había empezado a vivir lloraba desconsoladamente sobre el ensangrentado cadáver de su hermana muerta. El suelo estaba lleno de sangre, así como el cuerpo todo de la chica. El cuello de ésta, retorcido hacia atrás, dejaba tambaleante su cabeza, tiesto de espigas doradas balanceándose suavemente como con una suave brisa de verano. El chico la apretaba fuertemente contra su pecho, balbuceando en sollozos, respirando entrecortadamente. Largo rato permaneció en esta postura, desconsolado, roto. Al pasar este, se serenó solo un poco y cerró delicadamente los párpados de la chica, ocultando sus ojos perdidos, inexpresivos e inyectados en sangre. Alzó entonces la vista tan solo lo suficiente para advertir la figura que se alzaba ante él. El chico palideció. La pena se tornó cólera, la rabia ira, se levantó de repente, fuera de sí clamó:
-¡Cerdo! ¡Alma oscura del infierno, habla, no te burles de mí!- Alcé una ceja ¿Se refería a mí? El chico lloraba de rabia. -¿Qué haces aún aquí, he hecho lo que querías, vete ahora?
-¿Es a mí?- Pregunté.
-¡A ti, a ti, alma infecta. Dios miserable de la desesperación! ¿Qué haces aún aquí?
-¿Que hace que tuviera que abandonar tu posada? ¿Has cumplido acaso mi exigencia, mi requisito?
-¿No lo ves, bestia inmunda? La sangre de mi crimen es el pago pactado por mi libertad.
El chico alzó las manos par mostrarme la sangre como prueba. Al parecer no había entendido nada... Me apiadé de él, así que, pausadamente para asegurarme de que ésta vez lo entendía del todo, me dispuse a sacar al chico de su error.
-Crees que debo aceptar tu prenda, pero, ¿Por qué lo crees?
Nervioso y desconcertado el chico respondió.
-Lo que pediste lo he hecho. Querías una muerte, querías la muerte del ser más querido para mí, aquí te lo entrego en pago por mi liberación...
-Tú lo has dicho, chico. La liberación la pretendías para ti mismo. Para ti tan solo, confundido niño. ¿Cómo alguien da una vida por una vida menor, por una vida que a la postre vale menos para ese alguien? ¿Cómo una madre da la vida de su retoño por salvar la de su homónimo? No lo hace. Antes daría la suya propia, porque ama más la vida de su hijo que la de ella. Tú, estúpido niño, has sobrevalorado tu amor hacia los demás. Te diré un secreto, chico: Nadie se quiere sino a sí mismo en primer lugar, así estamos hechos así somos. Y lo demás... es mentira.


Había dejado de llover, y la noche presentaba un hermoso cielo claro y despejado en el que se distinguían todas y cada una de las estrellas. Se escuchaba el susurrar del aire por entre las marchitas flores y las hojas secas de los árboles que, como cada otoño, regalaban estos a los vientos. Las calles dormían, y las pocas personas que deambulaban por ellas no hubieran imaginado jamás la tragedia que cerca de cerca de ellos, de sus casas, sus trabajos, sus vidas y seres queridos acababa de acontecer.