sábado, 3 de enero de 2009

Descripción de un prado durante el día (Experimental. Sí, es raro porque quería que fuera así...)

Con la mirada tendida hacia uno cualquiera de entre los puntos cardinales, tan solo vislumbro el verde más vivo.
Al extender mi brazo desnudo sobre los suaves tallos de hierva noto la calidez con que débil y suavemente acariciaban mi piel, humedeciéndola con la condensación del rocío de la mañana, amontonado en las largas hojas que languidecen en busca del sol, alzado en el cielo en su punto máximo, preparándose para caer en picado sobre el verde prado.
Su luz se refleja y trasluce en el zafiro vegetal, el prado es un poema de colores verdes luminosos. Hay claroscuros de verde contra verde; el oscuro es apenas luz tenue, el claro astros glaucos y jóvenes en la flor y la fuerza de los años alegres. Nace aquí y allá un tallo, otro más allá, por doquier, en todas direcciones, independientes e integrantes de la masa como un mar de gotas de hielo libres fluyendo como gases, como los granos de trigo de mayo en las puertas del molino, recogidos tan solo por el gusto de hacerlo.
Hay también viejos tallos cetrinos y dorados, endurecidos como pequeños juncos, como flautas huecas y nidos de aves pasajeras, todo sembrado de esmeraldas y flautas viejas negándose el alimento por los niños. Moribundos o medio muertos o muertos. Imponentes como torres de vigía frente a un ejército invasor de tréboles verdes oscuros.
A cada pocas hebras de entre el tejido vegetal se alzan rosellas de sangre, como un cuadro puntillista, como una orquestra de arpas rojas entre cuartetos de flautas y hiervas. Amapolas temblorosas e inseguras como madres primerizas, como chiquillos el primer día de escuela bajo un cielo rojo. Amapolas y flautas viejas y esmeraldas lánguidas se entremezclan en la tierra.
Las amapolas son frescas al tacto, del rocío condensado portadoras, y las hierbas cálidas. Y las torres viejas son al cabo inofensivas, pero ásperas, ásperas del tiempo. Y son verdes las luces hasta el horizonte, y rojas.
Los desgarbados yerbajos marrones tímidos se esconden para no prevalecer, como los viejos en las fotografías, como los viejos en las cenas y en los bares y en los bailes. Solo hablan para sí, sin saber que todos desean de sus enseñanzas. Porque serán cetrinos y dorados los tallos verdes un día y se despuntarán sus afilados filos, como espadas veteranas, perdiendo en belleza, ganando en enseñanzas, y también dejará de sangrar la tierra un día frío esmeraldas floridas. Porque todo cesa y todo acaba. Porque el verde al cabo del camino se torna en oro. Y no ha de darle miedo a la gema aurear, porque es dorarse al sol la vida, y volver al sol un día o quizás a la tierra, los cielos o los mares.
Tras el horizonte verde teñido de esporádicas heridas, se eleva limpio un cielo de turquesa clara y luminosa. Es el día. Es el azul del pálpito azorado del corazón del mundo, con que las sangres fluyen para irrigar los prados. Es la casa de las aves y los sueños.
Alza del mar su azul marino, como a una sábana azul arrastrando, y de estirar el azul marino es celeste en el mar. Pero el azul es el mismo.
El círculo del horizonte se alza desde la tierra como una semiesfera de cristal bufado sobre una lámina radial de óxido de cobre con impurezas de hierro. Tras ella resplandece el sol de estío contemplando la creación. Deslizando la vista sobre la tierra. Colores. Verdes, gualdas, añiles, celestes, violas, azafranes...
Satisfecho el sol se oculta, y todo en un momento desaparece, naranjas, beiges, malvas, lilas... Y todo se vuelve negro en el reino de la luna.

Pol Roca; 2009