miércoles, 13 de agosto de 2008

El hijo del entendimiento. (Parte Primera)

El veintidós de abril de mil novecientos setenta y seis nació, en la sala de partos del hospital militar de Saigón, Vietnam del Sur, a las cero tres horas y diez y ocho minutos, un niño que no vivió lo bastante como para tener nombre. El recién nacido vino al mundo con la habilidad del raciocinio innata y un desarrollo intelectual equivalente al de la edad adulta. Por lo tanto, era completamente capaz de entender lo que a su alrededor se decía, y de ver y asimilar todo cuanto lo rodeaba... Ésta es su historia:




Todo era oscuridad. Un líquido viscoso le llenaba los pulmones y lo rodeaba, meciéndolo suavemente en una especie de estado de catarsis. Su cuerpo, del que apenas tenía conciencia, estaba contraído en una postura forzada. Su piel estaba arrugada, y su pequeño corazón bombeaba rápidamente a destiempo, en contraposición con un sonido más grave y pausado, que, de repente, por primera vez desde que tenía uso de memoria, se paró. Los movimientos irregulares y violentos de las paredes que lo rodeaban dejaron también de notarse, y todo quedó en reposo y en silencio. Desde su habitación semiesférica, el no nato aguzó el oído. Del exterior penetraban dos voces castigadas que arrastraban los sonidos patéticamente.
Se hizo de nuevo el silencio. Duró a penas unos segundos, y tras él se dejó oír el sonido de un escalpelo deslizándose como un patinador sobre el hielo. Sintió frío por primera vez, y, de esta manera, comprendió el calor por vez primera, y la diferencia entre ambos.
Intentó abrir los ojos; le escocían. De repente le entraron arcadas. Los pulmones comenzaron a dolerle, al igual que todos los miembros de su cuerpo; entonces tubo, por primera vez, conciencia de ellos. Alguien lo agarró firmemente y le golpeó. La fuerza de un grito aterrador rompió el silencio reinante en la habitación. Aún tardó un tiempo en darse cuenta de que era él quien profería ese llanto desconsolado, así que dejó de hacerlo.
El hombre que lo sujetaba atravesó una puerta y lo introdujo en una especie de tanque de un líquido templado y con él le despojó de la capa gelatinosa que le cubría el cuerpo. Luego lo secó y lo introdujo en una canasta con mantas blancas. El neonato, que había abierto los ojos, miró por la ventana. Ante él se vislumbraba una ciudad inmensa de edificios grises y una gran red de cables enredados que unían unos postes de madera colocados en la calle sin orden aparente. A oídas le llegó el fragmento de una noticia que emitía una de las pocas radios que lo hacían aún. Aunque el sonido ... .

<<... miles de muertos desde la caída de las ciudades de Hué y Da Nang los pasados veinticinco y treinta de marzo respectivamente. Ahora, las tropas norcoreanas se han establecido...>>

Un enfermero escuchaba la radio tan atentamente que parecía tener con ella algún tipo de conexión mental.

Desde la habitación, se oía la voz ronca de una enfermera que provenía del pasillo. Su tono nervioso y entrecortado denotaba una ansiedad tangible en el aire. -¿Qué hacemos con el niño? Los orfanatos están abarrotados, el gobierno no da a basto... No sé lo que va a pasar, pero no puede quedarse aquí, necesitamos más medios, no podemos ocuparnos-
La puerta de la sala se abrió, y la voz cobró forma. Era una anciana de ojos hinchados y pómulos salientes. Su cuello se parecía al tronco de un olivo, y su pelo gris le caía por los hombros. Las ojeras que rodeaban sus gafas redondas atestiguaban fielmente la cantidad de horas que la mujer llevaba sin dormir.
Salieron de la estancia con el niño en brazos. Una mujer sin piernas se compadeció del niño. Éste se compadeció de la mujer. Alguien corría por el pasillo alteradamente dando voces. La mujer que llevaba al niño en brazos se apartó antes de que la arrollara.
­-¡Han atacado una torre de control en Tan Son Nhut! ¡Los comunistas avanzan! ¡Se dirigen hacia aquí! ¡Tengo que sacar a mi familia, tengo que llevármelos!. –
Las sirenas de emergencia sonaban. Los habitantes de la ciudad habían enloquecido y vomitaban gritos cuyos sonidos no correspondían con ninguna palabra existente. Algunos se alejaban de allí huyendo despavoridos, y otros huían del lugar en el que los primeros volcaban su esperanza de salvación.
Al cabo de pocos minutos comenzaron los disparos. Poco a poco, las ráfagas iban aumentando en intensidad, hasta que todos los silencios intermedios fueron ocupados por el estruendo de las balas y los percutores, y los gritos pasaron a un segundo plano, sentando la base armónica de un ritmo de semifusas ininterrumpidas que se solapaban. Cuando la última bala alcanzó el último cuerpo los gritos de terror dejaron paso a los de desconsuelo, y las lágrimas se empezaron a mezclar con la sangre que bañaba las calles. Los hombres que quedaban lloraban como mujeres, las mujeres como niños, y los pequeños que no yacían en el suelo tiritaban de frío y de miedo, incapaces de articular sonido alguno.
Cuando las langostas abandonaron el hormiguero, los ciudadanos enterraron a los muertos en fosas con el firme convencimiento de que los cuerpos que contenían les eran ajenos, los familiares de otros, y que los propios los estarían buscando incansablemente por la ciudad. La paz de los muertos contagió a los vivos, y el silenció invadió el espacio durante mucho tiempo...



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