miércoles, 29 de octubre de 2008

Descripción inicialmente orientada a una historia que, por múltiples y generosas causas, no llegó a nacer.

Le di los buenos días a la mañana que acababa de nacer. El cielo estaba completamente claro, de un color celeste que destilaba frescura. Se oía a las golondrinas volver de su largo viaje por África, atraídas por el renovado calor sur europeo, de la mano de una primavera tardía.
Una pequeña nube solitaria apareció de golpe, distraída, perdida en la inmensidad de la cúpula del cielo y, al poco, desapareció igual que había aparecido, sin dejar rastro.
Pasé largo rato apoyado en la madera inferior del marco de la ventana, observando el nuevo día e imaginando los sueños que en estos instantes debían de estar teniendo los que aún dormían. Era un juego que me gustaba. Consistía simplemente en mirar cualquiera de las ventanas de las casas cercanas. Las noches en aquella época del año eran calurosas, así que las persianas estaban subidas, y aunque la mayor parte de las veces tan solo lograba ver una silueta indefinida, esta era suficiente para que mi imaginación volara como un ave nocturna, grácil y sutilmente, describiendo una idea, una imagen que, poco a poco, iba tomando forma y movimiento. Aquella mañana en concreto centré mi imaginación en un niño que dormía plácidamente. ¿En que pensaría? ¿En su futuro? ¿En volver a despertarse para ir a jugar, una mañana más y mientras su niñez durase, a la cala en la que se juntaban los chiquillos de su edad? ¿Y sus padres, que dormían en la habitación contigua? Con un pensamiento fugaz me despedí de mi recientemente conocido amigo y giré mis globos oculares hasta que mi vista quedó libre de las toscas construcciones humanas. En dirección a la infinidad que el sol naciente teñía celeste.
Seguí el cielo con la mirada, de arriba a abajo, hasta el horizonte; un horizonte perfectamente recto que se definía en la lejanía, extendiendo una línea que separaba limpiamente el cielo del mar, como el corte de una espada llevada por una mano experta separa el cuerpo de la cabeza a la velocidad del pensamiento.
Al llegar al horizonte reparé en una gaviota solitaria que volaba sobre el agua, subiendo y bajando con gran soltura y agilidad, precipitándose en picado hacia las olas y remontando el vuelo al roce de sus plumas con la superficie del mediterráneo. Sonreí para mí al ver como, en una de esas operaciones, el ave se remontaba más arriba, llevando consigo un pequeño pez.
Entré de nuevo mi cabeza en la habitación, pero dejé la ventana abierta para que el aire de afuera renovara el de dentro, que estaba viciado de mi respiración de toda la noche. En la habitación no había más respiradero que la pequeña rendija que cabía entre la puerta entornada y su marco de madera mañosamente decorado. Cuando me dispuse a hacer la cama un fuego me recorrió por dentro. Era una sensación extraña, semejante a un éxtasis intenso y efímero, como un orgasmo, que se diluía después como una gota de tinta al tocar el agua, recorriendo todo mi cuerpo. No era la primera vez que lo sentía y aunque no sabía a que se debía, cual era su origen o que lo propiciaba, sabía muy bien lo que significaba. Miré de nuevo la solitaria playa a través de la ventana abierta, le sonreí como si de un conocido se tratara y, dando un fortísimo portazo, salí de la habitación.
Bajé las escaleras saltándolas de dos en dos. Una de ellas crujió debido a mi peso, aumentado por el gran salto que había dado. Apenas hube tocado el suelo con los pies descalzos me puse a correr en dirección a la playa. Crucé por una calle adoquinada, y pasé por en medio de una fila de casas que se encontraban entre el mar y yo, y llegué a la playa. Corriendo a la misma velocidad, sin pararme y sin vacilar di un salto y me abalancé sobre la arena, me revolqué en ella, me levanté, brinqué y me tiré de nuevo. Me explayé. Me despreocupé. Reí desenfadadamente a carcajadas y noté como una alegría me invadió todo el cuerpo, desde el menor de los dedos de los pies, pasando por cada célula, con un hormigueo parecido a un escalofrío eufórico. Mi ritmo cardíaco no solo se aceleró, sino que empezó a latir con el compás de una alegre canción.
Reparé entonces en el mar, en ese mediterráneo que veía de día y con el que soñaba de noche, y su magia me atrajo, como tantas otras veces. Corrí hacia la orilla y, al mojarme apenas las plantas de los pies di un salto digno de un delfín, adentrándome en el agua de cabeza sin apenas salpicar, en esas costas de agua brava en las que, en apenas unos palmos de distancia, la profundidad del agua pasa de no cubrir a hundirse varios metros, dejando tu cuerpo a merced de las olas, que moviéndolo furiosamente eran capaces de hundirlo si así lo deseaban.
El agua estaba muy fría. Tirité durante unos segundos hasta que mi cuerpo se acostumbró a su temperatura. Metí la cabeza dentro del agua unas cuantas veces. Ya con la cabeza fuera y el agua por el cuello me fijé en el contorno de la cala. A ambos lados se adentraba la tierra en el mar con unos acantilados de le lanzaba, cada ciertos años, grandes trozos de roca, desprendiéndolos de su piel y formando así la pared recta e irregular que se avistaba.
Y así podía quedarme yo horas, flotando en el agua, mirando impasible la eterna guerra de los elementos, empezada hace millones de años, y que seguramente no terminará jamás. Era un espectáculo digno de ver y que, por desgracia, pocos llegan a comprender. Pues son pocos aquellos que pueden mirar y ver, y que son capaces de olvidarse del frío del agua para prestar atención a sensaciones que a menuda jamás creyeron que sentirían.
Yo era una de esas personas. A menudo me llamaban loco e incluso estúpido y bobalicón. Sé que no lo dicen en serio. Sé que ellos también quisieran ver lo que he visto y vivir lo que he vivido. Pero es algo tan extenso, la vida, algo tan amplio, tan basto que apenas comprendo una minúscula parte de su verdadero contenido. Los acontecimientos que acontecieron, los días, las horas, los minutos y los segundos, son tan difíciles de comprender… tanto más lo serán de explicar. La historia de la que hablo es larga y compleja. Es por esta razón por la que no voy a contarla por el momento, pues ni siquiera yo he llegado aún a comprender todos los matices. Es una historia que se debe contar tan sólo siendo bien interpretada, sin errores. Es algo que guardo para mí, esperando a que alguien me de la clave para descifrarla. Entonces, y solo entonces, verá la luz. Cuando la hay visto también yo…
Saliendo de mi ensoñamiento fijé la vista en una pequeñísima porción de tierra que sobresalía en el agua. Era una pequeña roca en medio del agua en la que apenas cabía tumbado pero en la que, al adoptar la postura óptima, me sentía cómodo y relajado, en medio de ninguna parte, con tierra a lo lejos, en tres de las cuatro direcciones; al oeste la playa y a norte y sur los acantilados. Me dirigí a esa roca y, al llegar, subí como por una escalera de huecos y salientes bajo el agua, esquivando los erizos marinos. Al llegar arriba me senté con los pies en el agua. El viento soplaba fuertemente al no haber ninguna pared que lo frenase, y me producía frío en la camiseta mojada. El sol, por otro lado había recorrido ya tres cuartas partes de su recorrido y calculé que se pondría en unas horas.
El ruido de un motor me despertó. Tenía la espalda dolorida de haber dormido sobre la roca. Joan, unos de los pescadores, volvía de faenar y viéndome en esa situación se ofreció llevarme en su pequeña barca hasta la playa.Mi estómago empezó a quejarse, ya que no había comido nada en todo el día. Deshice el camino que esa mañana había recorrido velozmente en dirección al mar y llegué a casa. Me di una ducha con la cual se fue la mayor parte del salitre que había llevado pegad al cuerpo durante todo el día. Cené lo primero que encontré en la cocina, cogí una manta y me dirigí a la terraza, donde me quede profundamente dormido observando las estrellas

5 comentarios:

Rubén Morral dijo...
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Rubén Morral dijo...
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Rubén Morral dijo...
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Rubén Morral dijo...
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