martes, 28 de octubre de 2008

El reino de los hombres azules

“Las dunas cambian con el viento, pero el desierto sigue siendo el mismo.”
Paulo Coello; El Alquimista

El reino de los hombres azules
(primera parte)

No se el tiempo exacto que había transcurrido desde entonces. Ignoro cuánto rato hacía que caminaba por entre las dunas de arena, luchando contra el viento y el cansancio que pretendían tumbarme, gimiendo en silencio y oprimiendo un corte profundo que dibujaba una línea transversal en mi brazo derecho, del que la no cesaba de brotar sangre; frenando el impulso suicida que me llevaba el cuchillo de mano al cuello para que acabara con todo.

Dídac intentaba en vano respirar con normalidad. Le dolía el pecho y cada aspiración era ahora una lucha física contra el dolor, al negarse sus pulmones a llenarse de aire y sus músculos a responder con normalidad. Toda su atención, escasa en esos momentos, se centró entonces en esa tarea, no si dejar de aguzar aún más, si era posible, los sentidos del oído y la vista, ambos, temía, inservibles en la noche del desierto.
El pulso le oprimía las sienes y las golpeaba rítmicamente con el latir del corazón, lo que le producía jaqueca. Los oídos le silbaban y el intento de continuar dilatando sus pupilas, superando estas su grado máximo de expansión, le producía unos dolorosos pinchazos en los ojos. Los músculos de sus piernas se movían con descoordinación, dificultad y torpeza debido al agarrotamiento, y tal era su sed que de buena gana hubiera dado su brazo derecho por una cantimplora de agua fresca. Sus ropas se presentaban andrajosas, y el polvo que levantaban sus pies, al arrastrarse pesadamente por la superficie del terreno, se pegaba a la empapada camiseta, tomando una textura lodosa que cubría el tejido. Sentía dolor en tantos sitios que a penas podía percibir ya de donde provenía. Lo único que le importaba, lo primordial, era que no podía parar de andar. Por nada en el mundo debía dejar de andar. Eso era lo único que debía permanecer en su mente saturada de pensamientos; todo lo demás requería ser expulsado.
Sin embargo, frente a este intento de concentración en su realidad más inmediata y crucial, se alzaba la de un recuerdo cercano y doloroso. Intentaba no pensar en ello y centrar de nuevo su actividad cerebral en salvar la vida ganando aquella sádica carrera a contrarreloj. A fin de cuentas no le serviría de nada lamentarse, y la idea de morir de sed en el desierto no le resultaba atractiva. No sabía muy bien que esperaba encontrar caminando, pero cualquier cosa era mejor que el basto desierto, incluso la muerte, que sería seguramente más rápida y menos dolorosa en cualquier otro lugar.

Dídac tropezó con algo duro, se torció el tobillo y cayó de bruces al suelo. Divagando por sus pensamientos no había advertido un afinado saliente de roca a sus pies. La arena se le colaba por doquier como si de un denso líquido se tratara. Lentamente se incorporó. Distinguió, en el lugar donde había apoyado el brazo derecho, una pequeña mancha de sangre. La herida no se había cerrado del todo, y su estado empezaba a ser preocupante; Había tomado un tono terroso y un aspecto muy feo que resaltaba el anillo blanco de piel muerta que se había formado alrededor de la herida, posiblemente debido a la carencia de riego sanguíneo. Se levantó y reemprendió su camino bajo las estrellas que, desde su punto de vista, parecían mofarse de su fatalidad. La luna llena iluminaba el paisaje, un desierto hermoso que se expandía como el pensamiento, con unas dunas que se movían al viento como las olas del mar. Siguió caminando mientras recordaba fugazmente su mediterráneo; aquel que viera desde su mas tierna infancia, sobre la roca en que rompían las olas bravas, en su pueblo natal.

Hubiera muerto… Los hechos que iniciaran su penosa marcha por el desierto se repetían en su realidad como si ocurrieran en ese mismo instante, pues tan claros los veía como los había visto en lo que percibía, erróneamente, antaño. Lentamente un pesimismo benévolo lo fue serenando. Al fin y al cabo estaba en una situación en que la muerte se presentaba tan próxima que poca era la diferencia entre estar muerto o estarlo, como sabía, muy pronto. A sí que en definitiva, antes o después, compartiría nicho con sus compañeros, a más de un plus de sufrimiento, castigo divino, como diría su santa madre o la del papa de Roma mismo, por su cobardía, que aunque justificada, evidenciaba poco heroica. Y ahora veía como un inmenso camposanto de sílice blanco y granulado, bañado por la armoniosa luz de la luna, moviéndose al son del viento creando formas vagas e indefinidas, se extendía igual que un océano infinito, perdiéndose en un horizonte circular.
Con un difuso y luengo camino y pocas horas para recorrerlo, se encerró en una sola idea: sobrevivir, sin plantearse el porqué.
. . .
Seguí caminando largo rato, diría que varias horas, esforzándome en no caer vencido por el cansancio, la angustia y el miedo. Estaba agotado física y psicológicamente. Caminaba sin rumbo y empezaba a percibir que sin esperanza. Soñaba con un oasis imaginario mientras me arrastraba por las dunas, y temía al paso del tiempo que traería, inalterablemente, como cada día desde que se formara la tierra, al astro alrededor del que giraba, con su séquito de rayos de calor y luz insufribles, que aumentarían la agonía del camino a la muerte. Lentamente se fue levantando un viento que se llevaba la arena, que se precipitaba contra mí, produciéndome una ligera molestia al principio y pequeñas heridas después, que me escocían en la cara y los brazos. Mi aspecto era deplorable, aunque no importante.

El cielo era un manto estrellado en el que se distinguía un reflejo azulenco que producía la luz que la luna irradiaba. Era la luna más hermosa que había visto, y el desierto llenaba esa belleza de intriga y misterio. En otra situación se habría sentado en la arena, habría sacado su bloc de notas y habría compuesto versos, formado poesías, una tras otra, hasta el amanecer.
Cayó al suelo.
Tumbado en la arena, la deshidratación y el cansancio actuaban como un potente narcótico. Una vez había escuchado el nombre que a este fenómeno daban los hombres del desierto, una palabra que definía el estado de trance y las alucinaciones que en esta se vivían. Como muchas de las palabras que había aprendido durante esos meses, la había olvidado. Sus ojos se cerraron involuntariamente. Su pecho empezó a convulsionar levemente…
Estaba en el desierto, escondido tras una duna recientemente formada. Unos hombres habían alcanzado al grupo. Vestían unos ropajes de azur intenso y hermoso teñido sobre unas telas finas que parecían de seda y se enrollaban alrededor de sus cuerpos cubriéndolos, protegiéndolos de los implacables rayos del sol. Me fijé en el que quedaba más cerca de mí. Tan solo los ojos quedaban al descubierto en esa figura espectral; unos ojos sin expresión, fríos en todos los casos, penetrantes. Rodearon al grupo en una formación rígida y ensayada y al unísono desenvainaron ocho espadas cortas y curvadas como cometas abombadas por la tramontana. Ocho espadas relucientes como el sol que las vio forjar, protectoras de su reino de fuego, despachadoras de intrusos y non gratos en donde la ley es la que dicta la cimitarra. El grupo se reunió en el centro del círculo en busca de la falsa sensación de protección que da el contacto humano. Uno de ellos, el que quedaba a la derecha según mi visión, dijo algo en un idioma que desconocía. El intérprete del grupo habló, mas sus palabras no parecieron convencerlos. Con una señal del que no me percaté el que había hablado, y ahora permanecía callado, dio la orden, y sin bajar de sus monturas, sin dudar y sin alterarse siquiera, los jinetes dieron cuenta del grupo…
Dídac despertó sobresaltado. Aún era de noche, aunque intuía que a esta le quedaban a penas unos minutos de vida. Estaba chorreando y tenía la boca seca. Recordó la cimitarra, el brazo que la blandía y la cabeza de Aarón separada de su cuello. Respiraba entrecortadamente y el corazón parecía intentar salírsele por la boca. Recordó la arena teñida de rojo, la pasta que había formado la mezcla de arena y sangre, los gritos, el horror. Recordó a Julia corriendo, que el caballo era más rápido y esa angustia de ver a cámara lenta como la distancia entre los dos se acortaba. Revivió su muerte y la de todos los demás. A Joaquín abierto en canal, recogiendo sus propios intestinos, recogiéndolos de la arena… agachado cuando le asestaron el golpe de gracia.
Dídac tuvo una arcada. Se agachó para vomitar, pero no tenía nada que arrojar. El estómago se le contrajo nuevamente y volvió a intentarlo tres o cuatro veces más. Notó un sabor repulsivo y un líquido amarillento le cayó de la boca como saliva espesa. Tenía los ojos rojos y llorosos. Exhausto, se dejó caer de nuevo sobre la arena con la boca abierta y los ojos desorbitados. Los primeros rayos solares asomaron por encima de las dunas. Gimió y expiró un aliento. Una lágrima le resbaló por la cara. A esta le siguieron otras muchas. Esta vez las creaba la desesperación. El cansancio, el hambre y el dolor se habían unido en una sola cosa.
Tardó horas en reponerse y levantarse para proseguir su camino. Un camino que lo llevaba a ninguna parte, o al menos, a ningún lugar conocido. El sol comenzaba a elevarse, y Dídac iba tomando un aspecto cada vez más penoso. Ahora caminaba con la boca abierta y la vista fija en el infinito. Se alegró de que no hubiera nadie para verlo en ese estado, y maldijo a los jinetes por no haber acabado con su vida como lo habían hecho con la de todos los demás, y se maldijo a sí mismo por no haberles plantado cara, por no haber muerto como un héroe, enfrentándose a ellos, y tener perecer ahora como un perro vagabundo y sediento.
El sol seguía subiendo sin tregua, escalando en la cúpula celeste y descargando toda su ira sobre la tierra en la que se encontraba. La belleza del desierto era tal que parecía querer burlarse de él. En la arena se distinguían efímeros reflejos que daban la impresión de ser diamantes sembrados descuidadamente sobre las dunas.
La herida del brazo ya no sangraba. Dídac ignoraba si eso era buena o mala señal, pero al menos ahora no tenía que agarrárselo para cortar la hemorragia, y podía usar su brazo izquierdo para darse impulso, moviéndolo hacia delante y hacia atrás al ritmo de sus pasos. Aunque en realidad había algo que lo preocupaba: Había perdido mucha sangre. Sin embargo siguió caminando.

. . .

Jamás hubiera imaginado que sentiría alivio cuando escuchara ese sonido. Podía haber sentido miedo, horror, cólera… pero sólo sentí un profundo y sincero desahogo que emanaba de lo más hondo de mi corazón. Como por efecto de un embrujo, mi pierna derecha quedo clavada al suelo arenoso. Temía moverse, y no debía hacerlo, porque eso supondría la muerte. Este hecho, al menos, me rebeló el lugar intuitivo donde acabaría mi peculiar odisea. No debían faltar más de unas pocas horas para llegar a la frontera con Marruecos. Me encontraba en un territorio minado, irónicamente, por mi país, con el objetivo de proteger al pueblo al que yo había ido a ayudar. Me alegré mucho, es más, me inundó de repente un éxtasis sublime que me produjo una risa que no podía frenar, algo que era más fuerte que mi autocontrol. ¡Mi muerte sonaría a chiste! Yo siempre había gozado de un excelente sentido del humor, y ciertamente no me hubiera gustado morir de algo tan aburrido como un cáncer. Esto era mucho mejor ¡era para partirse en dos de la puta risa! Pero con el silencio del desierto llegó el desasosiego. Una profunda zozobra que me llevó de nuevo a donde debía estar: a la realidad más podidamente macabra y cruel, a una inminente muerte prematura, posiblemente dolorosa en el caso de que la mina estuviera en mal estado o mal colocada. La cordura me encerró de nuevo en el presente, y este se presentaba lánguido y con pocas cosas que hacer hasta que mis piernas, que empezaban a flojear, cayeran al fin, desligándome de toda existencia terrenal.
Durante todo ese tiempo rememoré los hechos que me habían llevado a aquella situación.
Los jinetes habían aparecido tan de repente que ningún ojo, humano o animal, hubiera podido predecir su llegada. El desierto había escupido sus cuerpos de la arena y ellos, veloces como el viento habían segado las vidas que habían encontrado por el camino, cargando contra el grupo que no pudo sino ver como se acercaba su fin, vestido de azul; un azul hermoso y elegante, con espadas curvas de plata y carmín.
El ser humano está preparado para sobrevivir a los demás, porque la vida es una competición y quien muere pierde, por mil razones validas o tan solo por instinto. Porque Dios nos creó así o la evolución encontró en el miedo una garantía de supervivencia, gané yo a todos los demás, y perdí más tarde frente al desierto imperturbable y el sol ardiente, que son una sola cosa.

Los siguientes cuarenta y siete minutos, pues mi reloj aún funcionaba perfectamente y no le quitaba ojo, las pasé de pie, sin mover un músculo y pensando en lo estúpido que había sido por salir de mi casa con aire acondicionado, apuntarme a esa estúpida oenegé y viajar a este país con la vana promesa de ayudar, con la idea de que nuestra estancia aquí serviría de algo. Me extrañé interiormente de no haber caído ya, y entonces recordé un reportaje de la National Geografic en el que se aseguraba que el cuerpo humano era capaz de resistir increíblemente en situaciones de riesgo o ante la muerte segregando no se que sustancias… sería capaz de aguantar días… Me prometí a mí mismo que si cuando hubieran pasado una hora seguía en la misma situación, simplemente levantaría el pié. Esta promesa no la hice sino porque me asustaba levantarlo en ese instante, pero fue una promesa tan firme, que me dio miedo la poca importancia que en ese momento tenían la muerte y la vida para mí.

El sol iba declinando ya, y yo llevaba treinta y seis minutos de pie, sereno pero agotado, tranquilo pero sin esperanza. Sospeché que mi temple se debía a la seguridad de mi muerte, a la que entonces percibía inminente. Bueno, ya nada importaba, ya no sentía el dolor, ni el hambre, ni el calor. Solo un poco de sed… supuse que esta ausencia de sensaciones se debía a que mi vida ya se iba acabando. Dicen que cuando un enfermo está a punto de morir, cuando en apenas unos segundos su corazón dejará de latir, cuando lo saben y lo esperan sin rencor, siente un inmenso placer. Es el último regalo que Dios hace a sus criaturas antes de llevarlas consigo. Nunca he sido creyente, pero en estos momentos es gratificante pensar y creer que hay alguien que te acogerá en su reino de felicidad cuando todo aya acabado. Solo esperaba que en ese reino hubiera tabaco, porque en ese momento un cigarrillo me habría alegrado infinitamente más que todo un manantial de agua potable.
Cuando hacía exactamente cincuenta y tres minutos que esperaba inmóvil lo inevitable, descubrí en el cielo, azul y sin nubes, la figura de algo que no debiera estar allí. Ese algo se colocó encima de mí y empezó a descender. Rápidamente la mancha negra del cielo fue tomando forma: era un helicóptero del ejército español y me había visto. Debían haber recibido la noticia de que un grupo de diez civiles, pues eso éramos para ellos, habían sido atacados. Miré mi reloj. Mi rostro permaneció inexpresivo. Cincuenta y seis minutos y el helicóptero aterrizó. Dos minutos después vi cómo salían de él dos personas que corrían hacia mí. Una chica se acerco a prisa a donde yo estaba. Era preciosa. Tenía los ojos verde miel más bellos que jamás había visto, y su pelo rubio brillaba más que el sol. Se acercó precavidamente y me preguntó algo que no entendí. Tan solo respondí una frase: “Cuidado con la mina.” Levanté una ceja y le sonreí. Ella me devolvió la sonrisa, aunque esta aparecía teñida de lástima. Todo ocurrió muy deprisa…
- Tranquilo, tenemos el equipo para desactivarla.- su rostro era blanco como la luna y sus gestos eran suaves como los vientos que mueven las arenas del desierto. Intentó tranquilizarme con unas palabras suaves y esperanzadoras. Pero yo no estaba ya inquieto. Me miró. Unos preciosos ojos verde aceituna se clavaron en los míos. Su mirada era serena y firme, y sus entrecerradas pestañas delataban su profesionalidad. Debía de haber hecho aquello muchas veces.
- No te molestes.- le dije. Su mirada, que volvió a encontrarse con la mía, me transmitió sin falta alguna de palabras, lo que sin duda se estaba preguntando. Sus labios se comenzaron a mover, preparados para sincronizarse con su lengua y su aparato respiratorio y pronunciar en voz alta lo que me habían dicho ya sus ojos. Levanté un poco la voz tanto para cortar lo que ella iba a decir como para que me escuchase sin confusión posible.
- Ya ha pasado una hora, es demasiado tarde. Os agradezco, sin embargo que hayáis venido en nuestra busca y ayuda. Te diré también, pues quisiera resultar y sentirme útil por última vez, quizás por primera, pues para esto vine aquí, que no queda nadie más con vida, es decir, cero supervivientes.- Lentamente giré mi muñeca izquierda mostrándole el maltrecho reloj que portaba en ella. Miró sin comprender y debió pensar, mas no la culpo a sapientes de que yo hubiera pensado igual en una situación parecida, que los rayos solares me habían afectado a la cabeza. No pude decir nada más, pues cualquier cosa que decir pudiera, como sabía tan bien, no haría para bien más que para mal, mostrando cuán trastornado estaba tal vez por lo que había visto. A fin de cuentas no es lo más común visionar en vivo y en directo una matanza del calibre y la belleza, si se me permite decirlo, y así se hará pues nada hay que se pueda prohibir un muerto, de la que yo vi. También sangrienta, oh si, sangrienta como pocas, como pocas pocas, pero en la sangre, como en todo, está presente el arte. Y unas manos como aquellas lo habían conseguido hecho brillar con todo su esplendor. Mientras me sonreía, no sé muy bien porqué, es decir, porqué reía, fui levantando el pié mientras contemplaba el sol del desierto africano con la mirada cómplice, pues muchas cosas habíamos vivido juntos, y una sonrisa radiante reflejada en mi rostro.
<- Aunque al ajedrez, amigo mío, compañero a la par que creador de las fatigas y sufrimientos de mi marcha, te hubiera pegado una paliza.->>

Pol i Roca, invierno 2007

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