martes, 28 de octubre de 2008

EL BLUES DEL CALLEJÓN BARCELONÉS

EL BLUES DEL CALLEJÓN BARCELONÉS

El agua apaga al fuego, y al ardor, los años.
Joaquín Sabina



Empezaba a chispear. Unas tímidas gotas de agua resbalaban por la superficie dorada de su saxo que, de repente, dejó de sonar. En el callejón en que se encontraba solo se oía ahora el tamborileo de las gotas de agua al chocar contra el container metálico. Apenas se veía ya nada, y la farola más cercana al lugar en que se encontraba iluminaba tenue e intermitentemente su figura estilizada. Portaba una gabardina negra desgastada y vieja que hacia juego con su cabello azabache pero desentonaba con unas deportivas que en un principio debían haber sido blancas y unos tejanos que precisaban algún remiendo. Despegó muy lentamente la caña de la boca con los ojos cerrados, como si acabara de finalizar un largo y emotivo beso de despedida, y sacó un cigarrillo maltrecho de una cajetilla blanda y arrugada.
Por un instante, el tiempo que tardó en encendérselo, el instrumento reflejó la llama del mechero como una luz interna que se niega a desaparecer. Entre calada y calada echó un ojo a la funda abierta que descansaba en el suelo. Apenas había unas pocas monedas de escaso valor. Cerró la cremallera cuidadosamente y se puso a resguardo de la lluvia, que caía ahora con mucha más intensidad. Una gota resbaló por su mejilla derecha, como una lágrima. Quizá lo era, pero llovía, y el agua de la lluvia considerablemente mayor en volumen que una sola gota, aunque esta signifique tanto como todos los océanos de la tierra. Se sacó un pañuelo del bolsillo y lo dejó caer al suelo.


Desde la calle, a través de la ventana, yo oía de nuevo la triste melodía del saxofón. Recé a Dios para que se apiadara de la oscura alma que inspiraba cada nota, sonando como gritos de dolor, uno tras otro. Pero no pude rezar. El sonido incesante del instrumento me inundaba la mente y me anulaba la razón. Cada sonido que producía se hundía en mi carne y mi alma como un puñal oxidado y sin filo. Cada uno de mis músculos temblaba, y mi pecho empezó a convulsionar levemente. El vaso de café que portaba en la mano derecha se precipitó al suelo, sin forma de que pudiera sostenerlo durante más tiempo, produciendo un estruendo que ignoré. Lo más aprisa que pude, que era poco en aquella situación, me dirigí a la ventana y la cerré propinándole un contundente golpe. Permanecí durante unos minutos con la espalda apoyada contra el frío cristal, esperando que el sonido no lograra traspasarlo. Pero la melodía persistía en mi cabeza. Empecé a sudar. En un intento de tranquilizarme, me concentré de nuevo en el crepitar del fuego, ¡tanto! Pero la melodía no me abandonaba, sino que me atacaba más y más fuerte. ¡Ya no podía soportarla por más tiempo!
No quería hacerlo, lo juro… no fue mi decisión, no fui yo, no al menos conscientemente, quien lo hizo. No quería, pero la endiablada melodía seguía resonando en mi cabeza, como un angustioso aullido, como desquiciantes gritos, uno tras otro, ¡UNO TRAS OTRO! Y temí que siguieran por siempre en mi mente. Uno tras otro…
En un sombrío impulso salí de casa tapándome los oídos con las manos, en un vano intento de hacer callar lo que, sin duda, era la voz del mismísimo Lucifer. Pero no callaba ¡no callaba! Y tenia que callar… ¡como fuera! Corrí calle abajo, acercándome más y más a la fuente de mi mal…

Los dedos del músico callejero bailaban sobre las teclas de su saxofón, que daban la sensación de ser más bien prolongaciones de sus propios dedos. El cantar barítono del instrumento metálico recorría la calle vacía como una serpiente, reptando de un lado a otro. El saxofonista lo hizo callar… Demasiado tarde. Yo ya estaba demasiado cerca, ¡demasiado cerca! Y a mi juicio la maldita música seguía aún sonando, fruto sin duda de un malintencionado hechizo de brujería de la más oscura que haber pudiera.
Antes de que el músico tuviera tiempo de reaccionar de cualquier forma, mis manos estaban ya cerradas alrededor de su cuello, y lo oprimían más fuertemente a medida que avanzaban los pocos segundos en que llevé a cabo tan horrible tarea. Intentó resistirse; no lo logró. Intento gritar; no pudo. Intento huir, correr; no lo consiguió. Lentamente sus brazos dejaron de moverse y cayeron por acción de la gravedad, balanceándose desde el hombro como el péndulo de un reloj de cuco. Sus ojos, de un verde intenso y luminoso, enrojecieron a causa del estrangulamiento, y su tez rosada tomó un tono azulenco. Lo solté y su cuerpo cayó pesadamente al suelo. Sonreí para mí y una alegría, un éxtasis intenso, recorrió todo mi cuerpo, cada célula, transportada por la sangre misma que se detuvo en lo que era ya el cadáver de lo que había sido un chico cualquiera, víctima, como se dice, de estar en mal sitio, y en mal momento.

Pero no… yo lo creí así durante un corto período de tiempo… mas me equivocaba. El diablo no ha callado aún y la melodía no cesa… ¡aún hoy no cesa! Y me acompaña a donde quiera que vaya, me espera y me sigue, me susurra al oído y se introduce en mis pesadillas. Hace tanto tiempo… dicen que es el remordimiento, que ya poco o nada tiene que ver con la melodía en sí, pero sé que mienten, sé que encubren, que son demonios en la tierra, enviados por el ángel del mal.
Y por eso, para cumplir la misión divina que se me ha encomendado,… deberán morir a mis manos.



Según dicen, poco tiempo después de esos desgraciados acontecimientos, el autor de estos escabrosos hechos, acabó por morir de viejo, entre fantasías, tarareando siempre la melodía, escuchándola, hundiéndose en su propia pesadilla. Cuentan también que el hombre logró escapar, que mató a todos los policías y médicos del centro en el que estaba recluido, que después escapó, y finalmente acabó su “misión divina”. Otros dicen que se suicidó en un momento de lucidez, arrepentido de sus actos.
Lo que es verdaderamente cierto es que se encontró la partitura que el muchacho estaba tocando, al parecer escrita por él mismo, y que resultó no ser en absoluto extraordinaria, ya que fue examinada por expertos músicos y tocada en público varias veces, en la misma calle en que murió trágicamente, en recuerdo del joven. Así el caso quedó zanjado, atribuyendo al hombre un avanzado estado de esquizofrenia, y encerrándolo de por vida en un centro psiquiátrico.
Pero, aún hoy, el saxofón del chico, el que brillaba con una luz como si le fuera propia, como si llevara dentro ese brillo desde mucho tiempo atrás… sigue sin aparecer.

Historias cortas I
Pol Roca

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